Hay, pese a todo, la posibilidad de un empalme cuando se lee a cierta gente seria, que por azar son mujeres. Se trata de Hadewijch d'Anvers, una begüina, lo que, con toda amabilidad, se llama una mística.
No empleo la palabra mística como la empleaba Péguy. La mística no es todo lo que no es la política. Es una cosa seria, y sabemos de ella por ciertas personas, mujeres en su mayoría, o gente capaz como san Juan de la Cruz, pues ser macho no obliga a colocarse del lado del ¿x? x. Uno puede colocarse también del lado del no-todo. Hay allí hombres que están tan bien como las mujeres. Son cosas que pasan. Y no por ello deja de irles bien. A pesar, no diré de su falo, sino de lo que a guisa de falo les estorba, sienten, vislumbran la idea de que debe de haber un goce que esté más allá. Eso se llama un místico.
Ya hablé de otros que no estaban tan mal tampoco, por el lado de la mística, pero que se situaban más bien del lado de la función fálica, como Angelus Silesius, por ejemplo: confundir su ojo contemplativo con el ojo con que Dios lo mira tiene que formar parte, por fuerza, del goce perverso. Con la tal Hadewich pasa como con Santa Teresa: basta ir a Roma y ver la estatua de Bernini para comprender de inmediato que goza, sin lugar a dudas. ¿Y con qué goza? Está claro que el testimonio esencial de los místicos es justamente decir que lo sienten, pero que no saben nada.
Estas jaculaciones místicas no son ni palabrería ni verborrea; son, a fin de cuentas, lo mejor que hay para leer, porque son del mismo registro. Con lo cual, naturalmente, quedarán todos convencidos de que creo en Dios. Creo en el goce de la mujer, en cuanto está de más, a condición de que ante ese de más coloquen una mampara hasta que lo haya explicado bien.
No empleo la palabra mística como la empleaba Péguy. La mística no es todo lo que no es la política. Es una cosa seria, y sabemos de ella por ciertas personas, mujeres en su mayoría, o gente capaz como san Juan de la Cruz, pues ser macho no obliga a colocarse del lado del ¿x? x. Uno puede colocarse también del lado del no-todo. Hay allí hombres que están tan bien como las mujeres. Son cosas que pasan. Y no por ello deja de irles bien. A pesar, no diré de su falo, sino de lo que a guisa de falo les estorba, sienten, vislumbran la idea de que debe de haber un goce que esté más allá. Eso se llama un místico.
Ya hablé de otros que no estaban tan mal tampoco, por el lado de la mística, pero que se situaban más bien del lado de la función fálica, como Angelus Silesius, por ejemplo: confundir su ojo contemplativo con el ojo con que Dios lo mira tiene que formar parte, por fuerza, del goce perverso. Con la tal Hadewich pasa como con Santa Teresa: basta ir a Roma y ver la estatua de Bernini para comprender de inmediato que goza, sin lugar a dudas. ¿Y con qué goza? Está claro que el testimonio esencial de los místicos es justamente decir que lo sienten, pero que no saben nada.
Estas jaculaciones místicas no son ni palabrería ni verborrea; son, a fin de cuentas, lo mejor que hay para leer, porque son del mismo registro. Con lo cual, naturalmente, quedarán todos convencidos de que creo en Dios. Creo en el goce de la mujer, en cuanto está de más, a condición de que ante ese de más coloquen una mampara hasta que lo haya explicado bien.
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