Edouard Schure
Desde las puras cimas de la doctrina, la vida de los mundos se desenvuelve según el ritmo de la eternidad. ¡Esplendida epifanía! Pero a los rayos mágicos del firmamento despejado, la tierra, la humanidad, la vida, nos abren también sus secretas profundidades. Hay que encontrar de nuevo lo infinitamente grande en lo infinitamente pequeño para sentir la presencia de Dios. Esto es lo que experimentaban los discípulos de Pitágoras cuando el maestro les mostraba, para coronar sus enseñanzas, cómo la verdad eterna se manifiesta en la unión del Hombre y la Mujer, en el matrimonio. La belleza de los grandes Arcanos que ellos habían comprendido y contemplado en lo Infinito, iban a encontrar nuevamente en el corazón mismo de la vida, el gran misterio de los sexos, de Dios y el amor.
La antigüedad había comprendido una verdad capital que las épocas siguientes despreciaron a menudo. Para cumplir con eficacia sus funciones de esposa y de madre, la mujer tiene necesidad de una enseñanza, de una iniciación especial. De ahí la iniciación puramente femenina, es decir, enteramente reservada a las mujeres. Existía ya en la India, en los tiempos védicos, cuando la mujer era sacerdotisa en el altar domestico. En Egipto se remonta hasta los misterios de Isis. Orfeo la organizó en Grecia. Hasta la extinción del paganismo la vemos florecer en los misterios dionisiacos, así como en los templos de Juno, Diana, Minerva y Ceres. Consistía en ritos simbólicos, ceremonias y fiestas nocturnas, luego de una enseñanza especial dada por sacerdotisas de edad o por el sumo sacerdote, y que se relacionaba con las cosas más intimas de la vida conyugal. Se daban consejos y reglas concernientes a las relaciones entre los sexos, a las épocas del año o del mes favorables a las concepciones felices. Se concedía la mayor importancia a la higiene física y moral de la mujer durante el embarazo, a fin de que la obra sagrada. la creación del hijo, se cumpliese según las leyes divinas. En una palabra, se ensenaba la ciencia de la vida conyugal y el arte de la maternidad. Este último se extendía mucho más allá del nacimiento. Hasta los siete años los niños permanecían en el gineceo, donde el marido no penetraba, bajo la dirección exclusiva de la madre. La sabia antigüedad pensaba que el niño es una planta delicada que, para no atrofiarse, necesita de la cálida atmosfera maternal. El padre la deformaría; son precisos para que florezca, los besos y las caricias de la madre; se indispensable el amor pujante, envolvente, de la mujer para defender de las ofensas exteriores a esa alma atemorizada por la vida. Porque cumplía a plena conciencia esas altas funciones, consideradas divinas por la antigüedad, la mujer era realmente la sacerdotisa de la familia, la guardiana del fuego sagrado de la vida, la Vesta del hogar. La iniciación femenina puede ser considerada como la verdadera razón de la belleza de la raza, de la fuerza de las generaciones, de la duración de las familias en la antigüedad griega y romana.
Al establecer en su Instituto a sección para las mujeres, Pitágoras no hizo más que depurar y profundizar lo que existía antes de él. Las mujeres iniciadas por él recibían, con los ritos y los preceptos, los principios supremos de su función. De ese modo, proporcionaba la conciencia de su importante papel a quienes eran dignas de ello. Les revelaba la transfiguración del amor en el matrimonio perfecto, que es la penetración de dos almas en el centro mismo de la vida y de la verdad. ¿No es el hombre en su fuerza el representante del principio y del espíritu creador?. La mujer en toda su potencia ¿no personifica a la naturaleza, en su fuerza plástica, en sus realizaciones maravillosas, terrestres y divinas? Que esos dos seres lleguen a compenetrarse completamente, en cuerpo, alma, espíritu, y ambos formaran unidos un resumen del universo. Más para creer en Dios, la mujer necesita verlo vivir en el hombre, y para ello es preciso que el hombre sea iniciado. Solo él por su profunda inteligencia de la vida, por su voluntad creadora, es capaz de fecundar el alma femenina, de transformarla valiéndose del ideal divino. Y la mujer amada devuelve ese ideal multiplicado en sus vibrantes pensamientos, en sus sutiles sensaciones, en sus profundas adivinaciones. Le devuelve su imagen Transfigurada por el entusiasmo; ella llega a ser su ideal. Porque ella lo realiza por el poder del amor en su propia alma. Por la mujer, él viviente a ser viviente y visible; se hace carne y sangre. Porque si el hombre crea por medio del deseo y la voluntad, la mujer genera física y espiritualmente por medio del amor.
En su papel de amante, esposa, madre o inspirada, la mujer no es menos grande, y es más divina aún que el hombre. Porque amar es olvidar. La mujer que se olvida y se abisma en su amor, es siempre sublime. En ese aniquilamiento encuentra su renacimiento celeste, su corona de luz y la irradiación inmortal de su ser.
Fragmento extraído del libro Los Grandes Iniciados - Edouard Schure
1 comentario:
Me encanta to blog. Poco a poco lo he ido leyendo y está muy bien.
Si quieres podemos contactar algún día, porque si tu perfil dice la verdad, tenemos cosas en común. Creo que de los que conozco, soy la única a la que le gusta catar vinos y tocar el piano.
un Saludo,
Andrea
Publicar un comentario